El riesgo de un corazón endurecido – Reflexiones pastorales
Un corazón endurecido provoca que no sintamos dolor por ofender a Dios. (más…)
La masculinidad no son malos comportamientos, es ser hombre.
Hoy día el mundo sin Dios insiste en que lo masculino es malo y asocian lo varonil a comportamientos como el abuso, menosprecio o humillación. El ser humano fue creado a imagen de Dios pero al corromperse por el pecado dejó de reflejar esa imagen fidedignamente.
Las noticias en México y el mundo relatan que todos los días hombres cometen una serie de hechos que describen el abandono del propósito para el cual fueron creados: borracheras / adicciones, libertinaje sexual, ira, pleitos, avaricia, homicidios, engaño / mentira / fraude, robo, deslealtad, falta misericordia y de justicia, demostraciones de comportamientos despiadados e inhumanos hacia personas y animales.
La solución es volver a Dios para que, en la medida en la que somos hombres seamos humanos, como en el principio. Eso nos lleva a la pregunta: ¿cómo es este hombre y cómo se comporta?
El hombre le dice que sí a Dios. Para ello debe escucharlo, valorar la iniciativa divina y responder afirmativamente a ella. No me refiero a un “creer” en Dios para vivir como si no existiera, sino a considerar a Dios en todas las áreas de su vida, decisiones y pensamientos.
Quizá alguien podría pensar que Adán no tenía más opción que sujetarse a Dios pero en una oportunidad se sometió a su propio deseo de ser él mismo dios. Después, cuando fue confrontado por su pecado, se arrepintió y continuó en comunión con Dios no sin las consecuencias de sus acciones.
Responder implica reconocer que Dios quiere reconciliar consigo mismo al hombre para recibir misericordia y gracia al saberse malvado, impotente y condenado sin Cristo, pero redimido para hacer el bien, débil impulsado por el poder de Dios, así como justificado, perdonado y salvado en los méritos de Jesús. Este hombre de Dios no confía en su servicio, experiencia, logros, conocimientos, títulos, cargos, caridad ni “reputación espiritual” para agradar a Dios, sino que sabe que sus buenas obras son el resultado de la obra del Espíritu Santo en él.
Un hombre verdadero entiende que debe poner al servicio de otros sus habilidades, capacidades y dones, pero que está limitado, que es inconstante, que tiene tentaciones por sus malos deseos, que es pecador y que tiende a querer ser su propio dios.
Como Pablo, reconocer su debilidad le ayuda a procurar la fortaleza en Dios. Cuando un hombre es débil en alguna área de su vida es ahí donde es visible el poder de Cristo en su vida. Este hombre no puede llevarse el crédito de lo que el Señor ha hecho a pesar de su propia debilidad, pero si no la reconoce vivirá engañado, dependiendo de sus propias fuerzas limitadas.
Moisés no quería representar ante Faraón a Dios cuando este se lo pidió. Sin embargo, en la medida en la que conoció mejor al Señor se comportó con valentía. Muchas fueron las situaciones que enfrentó: desde atravesar el Mar Rojo siendo perseguidos por el ejército egipcio, las constantes rebeldías del pueblo de Israel, interponerse entre ellos y Dios para evitar su destrucción, juzgar los asuntos de la gente y enseñar a los jefes del pueblo las leyes y enseñanzas de Dios.
Moisés actuó porque sabía que el Señor cumpliría sus promesas, que los acompañaría, que les proveería, los protegería y los amaría por amor a él mismo. Hizo todo lo que le fue ordenado porque conocía a su Dios.
El profeta Daniel fue un alto funcionario del imperio más poderoso del mundo de su época. No confiaba en su sabiduría, a pesar de ser de los hombres más instruidos de su tiempo, sino que dependía de Dios en todo.
Cuando fue objeto de injusticias no hizo justicia por su propia mano, sino que dejó la causa a Dios. Cuando se le dio a conocer el sueño del rey dio la gloria a Dios al decir que solo él revela los misterios y después dio la interpretación. Asimismo, era considerado brillante, con extraordinarias cualidades administrativas y digno de confianza porque temía a Dios, hacía todo para él y siempre buscaba su consejo y ayuda.
Al dominio propio también se le llama ser manso. Pensemos en los caballos, los cuales tienen mucha fuerza. Se les amansa para guiarlos con cabestro y freno. El manso ha sometido su gran potencial, su fuerza, su inteligencia, sus emociones y deseos al control y dirección de Cristo.
En el hombre de Dios esto puede ser posible si hay humildad, esto es, no tener un concepto más alto de sí mismo, sino el correcto. Cuando se es humilde el dominio propio es una consecuencia casi natural. Será muy difícil dejarse dominar por algo al saberse esclavo de Cristo. Sabrá que sus afectos, sus pensamientos, su comportamiento, sus emociones y su energía estarán sometidos a aquel que se sometió al Padre.
El hombre que reconoce en el Dios trino al único que es digno de adoración ya no adora cualquier cosa que pueda someterlo; por el contrario, renuncia a esa servidumbre para servir al que da libertad.
Enoc es un hombre del que se habla muy poco en la Biblia pero al que se recuerda con respeto. El texto dice, en la versión Reina-Valera, que caminó con Dios y desapareció. Ese “caminó” no se refiere a que “se fue con Dios”, sino a que anduvo durante su vida fielmente con Dios.
Esa es la única manera de ser realmente hombres. Una gran cantidad de salmos nos desafían a ser íntegros, lo cual es otra manera de decir que andamos fielmente con Dios. A la voz de “examíname, oh Dios, y pruébame” podemos asegurarnos si caminamos así o requerimos ajustar nuestra vida.
Jesús es el mayor y más extraordinario ejemplo de masculinidad y uno digno de imitar.
Usó su autoridad para servir, para amar, para denunciar lo malo, para hacer el bien aunque eso supusiere tener problemas con los poderosos, se tomó su tiempo con los que consideraban indignos, dignificó a la mujer y nos recordó que también fue creada a la imagen de Dios y que es coheredera de la vida eterna.
Sabemos que imitar a Cristo significa amar a las esposas como él amó a su iglesia y se entregó por ella, y que la autoridad del esposo considera velar por su salud ––en el más amplio sentido de la palabra––, según Efesios 5. La masculinidad de Jesús nos muestra que trató a todos con humildad, dignidad y humanidad. Aún cuando denunció los abusos, la hipocresía y la maldad, lo hizo llamando al arrepentimiento porque la falta se señala para evitarla y eso es misericordia.
Lo dicho hasta ahora bien podría definir a la feminidad tanto como a la masculinidad. Sin embargo, cuando el hombre es quien permanece en rebeldía a Dios los efectos familiares, sociales y políticos son desastrosos.
No es casualidad que el sexo masculino sea socavado tanto en su esencia como en su responsabilidad. Se dice “tienes pene pero puedes ser una mujer o aquello con lo que te identifiques”. La hombría también se relaciona con opresión, abuso, violencia, aunque en realidad no se refieren a la hombría que refleja la imagen de Dios, sino al comportamiento de hombres corrompidos por el pecado.
Ser hombre es hacerse responsable ––ya no digamos de sí mismo–– de su familia, de su comunidad, de rendir adoración a Dios, de amar a su prójimo, de cuidar la naturaleza, de ejercer su autoridad según el carácter de Dios, de trabajar utilizando sus habilidades y capacidades, de ministrar usando sus dones, de servir al proteger y cuidar, de administrar y compartir.
Las huecas filosofías de hoy pretenden reducir la masculinidad y la feminidad a su rol social al desvincularlas de su naturaleza, es decir, del propósito de su existencia.
Mientras que el igualitarismo enseña que hombres y mujeres pueden llevar a cabo las mismas tareas porque son igualmente capaces, el complementarismo reconoce las similitudes y diferencias entre el hombre y la mujer a partir de la naturaleza de ambos sexos, no de sus roles. Ambos son iguales en dignidad, capacidad y derecho, y asimismo exhiben diferencias que los complementan. Hombres y mujeres colaboran con sus cualidades comunes, como humanos, y específicas por su sexo.
De manera que la masculinidad consiste en ser lo que Dios ha previsto que el hombre sea al asumir su responsabilidad de guiar ––como Cristo lo haría–– a su familia, esposa, hijos, comunidad e iglesia a vivir bajo el señorío no de él, sino de Cristo, al cual el hombre mismo se ha sometido primero. Este llamado a ser hombres resignifica nuestro entorno en uno de amor, servicio, justicia y gracia a partir del ejercicio de su identidad arraigada en Jesucristo y no en las modas del pensamiento humano.
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