Esto encontramos en el vigésimo capítulo de Lucas.

Jesús enseñaba al pueblo, lo sanaba de sus enfermedades, los consolaba de sus aflicciones, anunciaba buenas noticias a los pobres y al sufriente, en otras palabras, hacía exactamente lo que se había escrito siglos antes sobre lo que haría el Mesías, pero los religiosos le cuestionaron con qué autoridad hacía lo que hacía. Conocían las profecías, pero no podían ver su cumplimiento. Y en una parábola les dice que él sería desechado por su pueblo, pero Dios había puesto a Jesús como el mediador entre él y los hombres.

Recurrían a diversas trampas para hacerle caer en alguna contradicción y blasfemia, pero Jesús respondía con sabiduría. Una de sus respuestas consistió en reconocer la autoridad que Dios había dado a los hombres para gobernar sin dejar de reconocer la autoridad de Dios. Luego, Jesús habló de que, luego de que todos muramos, los que hayan vivido según Dios resucitaremos, no para vivir como ahora se vive sino para vivir para Dios en toda plenitud, salud y vida.

Por eso Dios acusó a los expertos en la Escritura, que no usaban su conocimiento para acercar al pueblo a Dios, sino para sus propias ambiciones y deseos. Jesús condenó su religiosidad e hipocresía.

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