Esto ocurrió en el capítulo vigésimo tercero del evangelio de Lucas.

Algo asombroso es que Jesús haya sido llevado ante las autoridades judías tanto religiosas como seculares, y ante el gobernador romano en Judea para ser sentenciado a la muerte por crucifixión, que era la más dolorosa, humillante y cruel, reservada para los peores criminales. De las tres, solo las religiosas lo hallaron culpable, pero terminaron todas consintiendo su muerte.

A horas de su ejecución, es posible ver la gran diferencia entre las autoridades del mundo y la autoridad de Cristo. Las primeras prometen justicia, pero terminan juzgando políticamente, según sus intereses. Finalmente, condenan a Jesús por su conveniencia y no con justicia. Irónicamente, la injusticia de los hombres fue la que llevó a Jesús a la cruz para que los injustos seamos hechos justos en él ante Dios, y así podamos reconciliarnos con él.

Finalmente, Jesús es crucificado junto con dos criminales. Jesús pidió a Dios perdón para quienes lo sentenciaron y clavaron al madero. Uno de los condenados, las autoridades, los soldados, el pueblo; todos, se burlaban del que colgaba en unos clavos. No sabían que era necesario que muriera también por sus pecados. Uno de los crucificados reprendió a su compañero, reconociendo sus obras malas y la inocencia de Jesús, y arrepentido pidió perdón, el cual recibió ahí mismo.

Jesús era pobre y desposeído, por lo que no tenía dónde lo sepultaran. Pero un hombre rico le dio la suya. Era de las autoridades judías y había creído en Jesús, quien ya había muerto. Debían poner su cuerpo en la tumba antes de que comenzara el día de reposo (sábado). Mujeres que seguían a Jesús prepararon perfumes y ungüentos para su cuerpo.

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