¿Las iglesias condenan al pecador más de lo que lo restauran?

El propósito de la Iglesia es adorar a Dios. El efecto de que cada uno de sus miembros sea un adorador o en otras palabras, de que sus obras tengan como finalidad rendir adoración a su Señor, hace de la iglesia local una comunidad única. Su relación con el Padre por medio de los méritos de Cristo, su Hijo, la fe que siempre viene acompañada de arrepentimiento y la nueva naturaleza espiritual producida en quienes la conforman, todo obra para dar libertad de la esclavitud al pecado con el fin de quitar los impedimentos para que tribute adoración. Es menester tener presente todo esto cuando pensamos en la iglesia local y en la razón de su existencia porque de ello depende que tengamos una cultura de restauración y no una de condenación.

La iglesia siendo iglesia desde el principio

Si bien son pecadores los que Dios redime y añade a su Iglesia, una vez que formal o informalmente llegan a ser parte de ella pocas veces son acompañados por creyentes maduros para comprender el proceso de santificación que ha comenzado en sus vidas. Dios hace una obra sobrenatural en el arrepentido, pero la iglesia local debe caminar con él porque necesitará no solo escuchar el evangelio de manera más precisa, sino también tener ejemplos vivos del poder que los ha hecho nuevas criaturas.

Pero, como normalmente sucede, el nuevo creyente no es discipulado de esta manera y es reclutado para participar en actividades, clases y ministerios, dándose por sentado que conoce el evangelio, que se ha arrepentido y que perseverará en la fe. ¿Nos aseguramos que cada miembro conozca el evangelio, que tenga una mente renovada y una vida que corresponda con la naturaleza que Dios le dio y que persevere en ello? Eso haría la iglesia. Al no asegurarnos de esto mediante el discipulado personal y la comunión entre los santos, simpatizantes llegan a estar al frente de ministerios e incluso de iglesias y las consecuencias llegan a ser terribles. Además, si llega a tropezar al volver a practicar pecados como en el pasado y no hay alguien que le restaure, la vergüenza le aleja o se vuelve un cínico cuando ha obtenido el apoyo de algunos.

Aquí es donde debemos observar cuál es la actitud típica de la iglesia local ante tales situaciones. La primera pregunta a responder es: si no procuraron su restauración desde un principio, ¿por qué lo harían ahora? Entonces, nos daremos cuenta de que un tipo de cultura quedará al descubierto, la de la condenación, por lo que se acusará, juzgará y condenará al que tropiece en vez de proporcionarle restauración. Esta actitud es una regla no escrita, una idea que se tiene acerca de la vida cristiana, la cual consiste en que quienes conforman la iglesia nunca deben equivocarse y ¡mucho menos el pastor! Si lo hacen, deben pagar el precio de la exclusión. Eso, en el caso de aquellos que sean descubiertos o de los que, ingenuamente, pidan ayuda luego de haber sucumbido ante las tentaciones. Sin embargo, quienes condenan también llegan a pecar, con la diferencia de que miden sus ofensas con diferente vara que las de otros.

No se aboga por el error, sino porque la iglesia local provea de restauración a cualquiera que llegue y durante su permanencia a la comunidad espiritual. Todos venimos de alguna esclavitud pecaminosa y todos necesitamos que la iglesia dé, a través de los dones de sanidad, corrección, consuelo, ánimo, enseñanza e instrucción que da el Espíritu y, muy especialmente, de amor y amistad materializada en tiempo, guía, intercesión y compromiso. No obstante, nuestra urgencia porque tome clases y que sirva resulta en omitir este paso tan fundamental en la construcción de nuestra comunidad, una de adoradores, hijos de un Padre que tienen en Jesucristo su ejemplo, su Maestro, su Señor. 

La iglesia local debe considerar que sus miembros son pecadores, aunque arrepentidos. Es normal que lleguemos a fallar en algo, lo que no es normal es seguir esclavizados a estas cosas practicándolas como si nunca hubiéramos escuchado las buenas noticias. Así, por ejemplo, el texto de Romanos 6 nos lleva a preguntarnos qué debe dominar al hijo de Dios.

12 Por lo tanto, no dejen ustedes que el pecado siga dominando en su cuerpo mortal y que los siga obligando a obedecer los deseos del cuerpo. 13 No entreguen su cuerpo al pecado, como instrumento para hacer lo malo. Al contrario, entréguense a Dios, como personas que han muerto y han vuelto a vivir, y entréguenle su cuerpo como instrumento para hacer lo que es justo ante él. 14 Así el pecado ya no tendrá poder sobre ustedes, pues no están sujetos a la ley sino a la bondad de Dios.

Romanos 6

¿Qué es una cultura de condenación?

Una cultura es el conjunto de costumbres de un grupo social en una época. Cada iglesia tiene sus tradiciones, sus razones, sus prioridades, sus ministerios, sus celebraciones y, lo que es de nuestro interés para este artículo, su modo de hacer las cosas. La pregunta es: cuando alguien es sorprendido pecando, ¿qué hace la iglesia?, ¿cómo lo hace?, ¿por qué lo hace?, ¿cuándo lo hace?, ¿quién lo hace?, ¿para qué lo hace?

Hay dos respuestas comunes: ignorar la situación o reaccionar con indignación, enojo, condenación, castigo. Ninguna es espiritual si consideramos el texto de Gálatas 6:1. Muchas veces el método es exponer ante la congregación al transgresor para que sea humillado públicamente y sea un ejemplo para los otros –lo que considero que podría ser necesario solo en casos muy particulares–. En ocasiones, si la falta es considerada menor se le confronta personalmente, no sin humillación. Una cultura de condenación no está interesada en el pecador ni en su comunión con Dios, sino que se concentra en castigar el comportamiento que se opone a las reglas. ¿De quién? ¿Del pastor? ¿Del liderazgo? ¿La tradición de la iglesia local? Podría tratarse de alguno o de todos. En suma, se condena cuando la persona no satisface requisitos y expectativas de hombres.

Esto se debe a una tensión entre la santidad que guardan los hijos de Dios y la realidad de nuestra condición actual a la que se refiere el apóstol Juan cuando escribe que somos hijos de Dios pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser, pues cuando Cristo venga seremos semejantes a él. No obstante, el que espera en Jesús se purifica a sí mismo, como Jesús es puro (1 Juan 3:2-3). Pero en muchas iglesias se disimula el pecado por temor a las implicaciones de que “sin santidad, nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). Así que para algunos, más vale aparentar santidad que verdaderamente procurarla, más por temor a la iglesia que al Señor. Es cierto que hay que vivir en obediencia a Dios, pero la cultura de condenación no considera este “ya, pero todavía no” del que nos hablaba Cullman.

Es cierto que como hijos de Dios andamos en santidad, que crecemos en madurez espiritual en tanto conocemos más a Dios e imitamos a Jesús, que obedecemos sus mandamientos y nos alejamos de las prácticas pecaminosas al morir a nuestra carne y vivir en el Espíritu cada día porque entendemos el carácter de Dios, la nueva naturaleza que ha puesto en nosotros y las consecuencias temporales y eternas del pecado; no obstante, el tropiezo es una posibilidad en tanto humanos.

Entre ustedes ni siquiera debe mencionarse la inmoralidad sexual, ni ninguna clase de impureza o de avaricia, porque eso no es propio del pueblo santo de Dios. Tampoco debe haber palabras indecentes, conversaciones necias ni chistes groseros, todo lo cual está fuera de lugar; haya más bien acción de gracias. Porque pueden estar seguros de que nadie que sea avaro (es decir, idólatra), inmoral o impuro tendrá herencia en el reino de Cristo y de Dios. Que nadie los engañe con argumentaciones vanas, porque por esto viene el castigo de Dios sobre los que viven en la desobediencia.

Efesios 5

¿Qué es una cultura de restauración?

Una cultura de restauración reconoce que la iglesia está constituida por pecadores que, sí, estaban esclavizados a sus maldades, pero ahora viven como libres por medio de la fe en Cristo. La realidad del pecador arrepentido es que podría llegar a cometer pecados, pero no son una práctica constante, deliberada y obstinada, como antes. Esto es así porque todo el que permanece en él no practica el pecado (1 Juan 3:6). Es posible apreciar estas verdades en Romanos 6 y 8, Gálatas 5, Hebreos 10, 1 Pedro, 1 Juan 2 y 3, Judas y Apocalipsis 21:22-27; 22:14-15, entre muchos más.

La cultura de restauración nos alerta de la necesidad de huir del pecado, abandonarlo al no practicarlo, morir a la carne; todo, con el mismo compromiso y decisión con el que restauramos al pecador que sigue esclavizado a sus concupiscencias. Restaurar, además, requiere de humildad cuando quien restaura reconoce que podría haber tropezado él mismo.

Hermanos, si alguien es sorprendido en pecado, ustedes que son espirituales deben restaurarlo con una actitud humilde. Pero cuídese cada uno, porque también puede ser tentado. Ayúdense unos a otros a llevar sus cargas, y así cumplirán la ley de Cristo. 

Gálatas 6:1

Eso implica que los miembros de la iglesia local conocen su fe, son espirituales (la ponen en práctica) y son humildes, es decir, restauran con amor sabiendo que mañana podrían ser ellos. ¿Cómo? Ayudando al pecador a que sepa por qué pecó, que recuerde su identidad en Cristo, que se arrepienta de su pecado y persevere en su fe en el poder del Espíritu (no en su fuerza de voluntad) con ayuda de la Iglesia y ayudando a otros a hacer lo mismo.

¿Cómo pasar de la condenación a la restauración?

La base de una cultura de restauración es una cultura de discipulado. Esto nada tiene que ver con un programa institucional, organizacional, corporativo o educativo, sino con crear las condiciones que favorezcan la acción del Espíritu Santo en la iglesia. Tales condiciones son:

  1. Llevar a las personas al evangelio o recordárselo. Muchos creyentes no pueden explicar el evangelio. La gran mayoría de los que practican pecados en la iglesia no lo conocen realmente y muchos de los que tropiezan dedicaron más tiempo a sus responsabilidades en sus ministerios que a su relación personal con Dios, por lo que no estaban concentrados en vivir las verdades preciosas del evangelio.
  2. Tener fe como punto de partida. Hay que asegurarnos de que cada miembro de nuestra iglesia local tenga claro lo que implica seguir a Jesucristo para estimularnos entre todos a la fe y a las buenas obras. Entonces podremos corregir motivaciones erróneas como la superstición, la religiosidad, el tradicionalismo.
  3. Vincular el evangelismo con el discipulado. Es necesario asegurarnos de que la vocación de la iglesia no sea el evangelismo solamente, sino hacer discípulos de Jesucristo. Lo primero es la anunciación y lo segundo el compromiso de largo plazo entre los creyentes de perseverar juntos como un solo cuerpo, con una sola cabeza.
  4. Discipular: lo que hacemos los unos por los otros. Esto implica asegurarnos de que no estamos llevando a cabo un programa educativo impersonal, sino un compañerismo fundamentado en el amor, la amistad sincera y profunda entre hermanos, y el sacrificio entre los miembros del cuerpo de Cristo.
  5. Hacer del consejo bíblico la materia prima. Cuando nos restauramos, discipulamos y aconsejamos no lo hacemos según la opinión de cada uno, sino según la verdad que nos ha sido revelada. El consejo de Dios es hacia donde todos acudimos para estar en comunión con él y entre nosotros.
  6. Juzgar como una sagrada labor. Si se ha fijado bien, en este artículo no he hablado de juzgar, sino de condenar. En una iglesia viva es necesaria la rendición de cuentas, no como policías “espirituales”, sino en amor, amistad, cuidado mutuo y espiritualidad. Todos acudimos al consejo de Dios no para destruirnos ni condenarnos, evitando dar opiniones personales, sino que nos juzgamos según la verdad, con justo juicio, con el fin de animarnos, consolarnos, enseñarnos, dar ejemplo, exhortarnos, corregirnos y así perseverar juntos para ser como Cristo.
  7. Perseverar para salvación. Entonces, nuestras obras reflejarán no solo lo que creemos, sino lo que somos: hijos de Dios, redimidos, regenerados, consagrados para él, salvos de esta perversa generación, adoradores del Señor. Así actuaremos como una verdadera comunidad, ocupada en el bienestar de todos y en la espiritualidad propia y de los hermanos.

En suma, la iglesia local de hoy necesita abandonar su religiosidad para alejarse de toda aproximación legalista o libertina al evangelio, distorsionándolo en el proceso. La iglesia local, restaura. Es su vocación y lo es cuando cumple su propósito de adorar a Dios.

Encuentra más sobre este tema en el libro de Restauración de Iglesias “La Iglesia Útil“. También lee el libro de Restauración Personal “40 días en el desierto” y el libro de Restauración de Relaciones “Amar como a mí mismo”.

Efraín Ocampo es consejero bíblico y fundó junto con su esposa Paola Rojo la organización sin fines de lucro Restaura Ministerios para ayudar a toda persona e iglesia a reconciliarse con Dios y con su prójimo. También es autor del éxito de librería “La Iglesia Útil”, entre otros libros.

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