El pueblo evangélico ante el cambio de gobierno
Los creyentes y la vida política: ¿hay instrucciones bíblicas? (más…)
La autoestima nada tiene que ver con amar al prójimo.
Cristo asegura que en dos mandamientos se resume todo: amar a Dios con toda nuestra mente, con toda nuestra alma y con todo nuestro corazón, y amar a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos.
Eso dice la Biblia. Ciertos enfoques de la sicología y otras disciplinas humanistas aconsejan que, para estar en condiciones de amar a otro, primeramente se debe tener una buena autoestima. Cada vez más creyentes se suman a ese error, pues creen que deben amarse primero para amar a Dios y al prójimo. Engañan diciendo que no puedes dar lo que no tienes. Así no es como funciona.
¿La Biblia enseña que debemos amarnos para amar o que podemos amar a otros porque nos amamos?
¿Qué es la autoestima? Según algunas teorías psicológicas es la percepción propia de nuestro valor, una imagen de nosotros mismos o de cómo nos vemos. Al mismo tiempo, esa imagen se conforma también por la percepción que otros tienen sobre nosotros, y se concreta en conductas personales que pueden contribuir al desarrollo del individuo o a su destrucción. La idea detrás de esto es que las personas pueden aprender a amarse o a no amarse.
¿Esto debemos pensar los cristianos? Absolutamente no. Nunca antes, ni antes de la ley ni en tiempos de la ley ni en palabras de Jesucristo, nunca se insinúa siquiera que el creyente deba amarse a sí mismo o que no se ame y, por lo tanto, deba aprender a hacerlo. Al contrario, Dios da por hecho que nos amamos, y de hecho, nos pide que amemos a los demás como nos amamos a nosotros mismos. ¡Porque ya nos amamos!
¿Ese amor propio que Dios da por hecho es lo mismo que la autoestima? No. La Biblia enseña que Dios creó a las personas con capacidad de amarse.
Enfoques de terapia procuran que el cliente genere buenos pensamientos sobre sí mismo, pero el evangelio enseña al ser humano cuál es el concepto correcto que debe tener sobre sí mismo.
De hecho, el pecado del ser humano no es tener un concepto pobre o bajo de sí mismo, sino amarse demasiado y codiciar ser como Dios (Génesis 3:1-6). Por eso, no debemos tener un concepto de nosotros más alto del que debemos tener (Romanos 12:3).
Entre los pecados de la humanidad provocados por rechazar a Dios se cuenta no tener afecto natural, en otras palabras, amor por los otros (Romanos 1:28-31). Jesús mismo advierte a quienes escuchaban su enseñanza que, si quieren ser sus discípulos, deben negarse a sí mismos (Lucas 9:23). Esto se debe a este amor propio desproporcionado por el pecado.
Jesús nos pidió que amemos al prójimo tanto como nos amamos a nosotros mismos. De esta manera hacemos el bien a otros y a nuestra persona. El bien que queremos para nosotros lo haremos con la gente. No es cuestión de percepciones, sino de acción.
El pecado todo lo corrompe, incluido nuestro amor propio (Romanos 1: 21). Entonces, se convierte en un amor desproporcionado hacia nosotros mismos. Es el principal obstáculo para amar a Dios y al prójimo.
El problema es que el ser humano es enseñado o a sentirse lo más genial del universo o a creer que es lo peor. Ambas creencias nos llevan a concentrarnos tanto en nuestra persona que desarrollemos y practiquemos un amor propio corrompido que, en cualquier caso, nos incapacite para pensar en otra persona que no sea uno mismo.
El evangelio de Jesucristo cambia todo esto, pues nos da a conocer nuestro verdadero valor en él.
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