Esto es lo que dice Lucas en el quinto capítulo de su evangelio.

No es que Jesús vino a la tierra a hablar de cosas celestiales alejadas del ser humano. No vino a abrir una brecha entre Dios y nosotros, sino que vino a enseñarnos lo que significa ser humanos. Dios nos creó a su imagen y semejanza, y dejamos de ser humanos cuando rechazamos a Dios y nos apartamos de él.

Jesús estuvo enseñando sobre Dios a la gente y se subió a una barca a la orilla del mar porque le apretujaban. La embarcación era de un pescador que, junto con sus compañeros, intentaron sin éxito pescar toda la noche. Jesús los anima a intentarlo de nuevo y les da instrucciones. Esta vez, ni siquiera podían subir las redes a la barca por la gran cantidad de peces atrapados.

El pescador llamado Pedro, al darse cuenta de que no estaba solamente ante un gran maestro, sino ante Dios mismo, tiene temor. ¿Cómo que temor? Reconoce la santidad de Dios y la pecaminosidad humana. Se sabe indigno porque se sabe malvado porque se sabe humano. Pero Jesús muestra a Dios, que lejos de estar ansioso de condenar pecadores, está ansioso por reconciliarlos con él para que encuentren libertad.

Y Jesús no solo les predica, sino que les da alivio: de Dios proviene el fruto del trabajo, la provisión para la familia, el sustento para el cuerpo, la paz para con él para que todo tenga sentido. Es Dios cercano, sabedor de las necesidades y del sufrimiento para consolar y dar esperanza al leproso que ruega quedar limpio y sabe quién es su sanador, al paralítico al que le son perdonados los pecados para que camine y al desechado por los hombres pero aceptado por Dios.

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