10 lecciones espirituales de la pandemia
Hagamos un alto para reflexionar en el aprendizaje que trajo la prueba. (más…)
Reflexionemos en algunas implicaciones de la crucifixión de Jesús.
Hoy, cualquiera tiene una cruz en su casa, en su atuendo e incluso en su automóvil. Pero identificarnos con la cruz es saber que Jesús fue crucificado en nuestro lugar. Nosotros merecíamos la muerte por nuestros pecados y él ocupó nuestro lugar para reconciliarnos con el Padre al ser el único Justo, y por ello, el único que tenía los méritos para hacerlo. ¿Eso cómo afecta nuestra vida hoy?
Por muchos años yo mismo, a sabiendas de que Jesús murió por mis pecados, continuaba practicándolos sin remordimiento y mucho menos arrepentimiento. Me dijeron que pecara lo que quisiera, que Jesús ya había pagado por esas faltas por haber hecho una oración diciendo que creía en él. Sin embargo, con ese comportamiento estaba rechazando a Jesús.
Si mis pecados llevaron a Jesucristo a la cruz para que yo no sufriera el justo pago de la ira de Dios por ellos. Aunque nada de lo que haga puede ponerme en una buena posición ante el Padre, Jesús lo ha hecho por mí y entonces creer en ello demanda una respuesta de mi parte. Respondo no para ganar el favor de Dios hacia mí, sino porque en Cristo ya lo obtuve.
Mi respuesta es abandonar la práctica de mis pecados haciendo lo que es bueno y lo que es justo, según Dios. No podemos hacerlo solo por fuerza de voluntad humana, pero sí como resultado de la libertad recibida de la esclavitud al mal que hacía, el cual no podía ni quería dejar. Además, quien tiene fe en Él recibe una nueva naturaleza espiritual que es vida para amar, bendecir, perdonar, obrar con justicia, con misericordia, con gracia, con bondad. Esto es honrar la cruz de Jesucristo.
Así lo describe el Maestro en la parábola conocida como la de los dos deudores (Mateo 18:23-35). No hay nada que podamos hacer para obtener el perdón del Padre luego de haberle rechazado para vivir según nuestros propios deseos y razonamientos, por lo que el Hijo debió pagar nuestra sentencia: recibir la ira de Dios y la muerte.
El apóstol Pablo explica que la muerte de Jesús en la cruz eliminó el acta de decretos en nuestra contra la cual había sido elaborada para que pagáramos por nuestras maldades que quebrantaron los mandamientos eternos de Dios. ¿Quién recibe este beneficio? Quien pone su fe en el evangelio, esto es, que el Hijo murió en expiación por nuestras culpas –para sufrir el castigo en nuestro lugar– y que Dios lo levantó de entre los muertos. ¿Quién tiene esta fe que salva y cómo sabemos que la tiene? Quien “crucifica” con Jesús su cuerpo pecaminoso carnal para ya no practicar el pecado (Colosenses 2:11-14), lo cual es explicado detalladamente en el tercer capítulo de la carta a los colosenses.
La obediencia a Dios es resultado de la fe. En otras palabras, obedece quien ha creído porque ha creído y la obra sobrenatural y espiritual de Dios se realiza en su vida. No obedecemos para ser declarados justos por Dios, sino que somos declarados justos por Dios en las méritos de Jesús y, como consecuencia, obedecemos sus mandamientos. Tenemos de él todo lo que necesitamos para que sea posible. Entonces, nos mantenemos firmes en la gracia que hemos recibido por haberla recibido, no para recibirla, pues ya nada puede impedirlo al no existir ya ninguna deuda (Romanos 5:1-2).
También en la parábola de los dos deudores descubrimos que la cruz nos permite reconciliarnos con el Padre y también con el prójimo. Normalmente, solo se enseña que la cruz cambia nuestra relación con Dios y, como consecuencias, nuestras relaciones humanas siguen dominadas por nuestro pecado.
Sin embargo, que pongamos en práctica con nuestro prójimo lo que Dios ha hecho en nuestro favor es la muestra de la fe que honra la cruz de Jesús. Dios nos amó sin merecerlo cuando éramos enemigos suyos (Romanos 5:8-10), por lo que estamos obligados a tratar con la misma gracia a todos.
Eso implica que si yo no merecía recibir perdón y fui perdonado, también debo perdonar a quien no se merece mi perdón. ¿Cómo serían diferentes nuestras relaciones con nuestros padres, cónyuges, vecinos, familiares, colegas y con el prójimo? Nuestras relaciones cambian porque nuestra relación con Dios cambió y si nuestras relaciones no cambian es porque nuestra relación con Dios tampoco ha cambiado. No podemos hacer lo uno sin lo otro.
Así como Cristo murió en la cruz, quienes creemos en él debemos hacer morir nuestra naturaleza pecaminosa con el propósito de que ya no seamos más esclavos del pecado (Romanos 6:6).
Las palabras del apóstol lo dicen con extraordinaria claridad:
11 Así también ustedes, considérense muertos al pecado pero vivos para Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor. 12 Por lo tanto, no permitan ustedes que el pecado reine en su cuerpo mortal, ni lo obedezcan en sus malos deseos. 13 Tampoco presenten sus miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino preséntense ustedes mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y presenten sus miembros a Dios como instrumentos de justicia. 14 El pecado ya no tendrá poder sobre ustedes, pues ya no están bajo la ley sino bajo la gracia.
Romanos 6
Aunque el Hijo lo hizo todo en la cruz y el Padre lo levantó de los muertos, es responsabilidad de cada uno hacer su parte en matar su viejo hombre para vivir según el nuevo que Dios vivifica.
Dios es justo, no necesita que nadie lo declare así. Aquí me refiero a que el pecador que reconoce que Dios es justo a su vez se declara a sí mismo culpable y acepta los cargos en su contra –los pecados que se le imputan– y la sentencia –la condenación eterna sin comunión con Dios–. El pecador renuncia a sus ideas para creer lo que Dios ha dicho.
Esta verdad es importantísima. ¿Le has dicho a un no creyente que Dios nos ha condenado a la muerte eterna por nuestros pecados? La respuesta por lo general es: –¡eso es una injusticia, yo soy una buena persona!– y otras frases similares.
En cambio, quien se sabe malvado ve en el perdón de pecados a través de la cruz de Cristo un gesto de parte de Dios de infinita misericordia. Puede entender la gracia que le ha sido dada al recibir una nueva oportunidad para reconciliarse con el Padre.
No hay fe en Jesucristo si constantemente reclamamos a Dios lo injusto que es sufrir por los problemas que enfrentamos, nuestras enfermedades, nuestros defectos y limitaciones físicas, nuestra situación económica, etcétera. Cuando afirmamos con plena certidumbre que él es Justo es porque vemos claramente nuestras propias injusticias.
Si Jesús murió para que quien ponga su fe en él reciba perdón de pecados, entonces ya no tenemos por qué seguir siendo esclavos del pecado, como lo vimos en el punto 3.
Es maravilloso que Dios va a nuestro encuentro y que no nos deja como nos encontró. No solo nos llama, nos da fe, nos justifica y da una nueva naturaleza espiritual con los deseos y el poder para amarle; también nos salva. Esto último implica no solo librar la muerte por la condenación, sino recibir sanidad en su mente, emociones y en su voluntad (libertad) con el fin de vivir la vida abundante (plena, feliz, de contentamiento) solo posible en Cristo.
Así, somos apartados y consagrados para Dios para ser transformados día a día y ser más como el Hijo (Ef. 5:1; 1 Juan 3). De esta manera, vivimos el fruto del Espíritu que es amor, gozo, paz, paciencia, bondad, benignidad, fe para andar en fidelidad, humildad y dominio propio.
6 Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. 7 Las intenciones de la carne llevan a la enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; 8 además, los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. 9 Pero ustedes no viven según las intenciones de la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en ustedes. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él. 10 Pero si Cristo está en ustedes, el cuerpo está en verdad muerto a causa del pecado, pero el espíritu vive a causa de la justicia. 11 Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús vive en ustedes, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu que vive en ustedes. Romanos 8
Cuando hablo del fruto del Espíritu me refiero a lo que Dios hace en sus hijos. Es el efecto de someternos a su voluntad. Insisto, no se nos demanda ser así o tener estas características para relacionarnos con Dios, sino que relacionarnos con Dios produce vida en nosotros. No lo producimos por nosotros mismos ni lo buscamos para “ser mejores personas”. Es la naturaleza y el carácter de Jesucristo el que nos afecta y transforma.
A esto se llama creer en Jesús como Señor. Él está por encima de todo y de todos, por lo que no hay nada que nos dé mayor seguridad y confianza que rendirnos a su señorío. Esto es saber quién es él y quiénes somos nosotros.
Si nos creemos algo y pensamos merecer algo de parte de Dios despreciamos la cruz. Pero podemos vivir sabiendo que Jesús es Señor, uno que es amoroso, bueno, paciente y cuya voluntad es buena, agradable y perfecta, por lo que tenemos la certeza de que es mejor su señorío que el de nuestros ídolos, a cuyas órdenes crueles nos habíamos sujetado antes.
Comprender la necesidad de la cruz cambia nuestras vidas. Nos ayuda a ver claramente el amor que Dios ha tenido para con nosotros, que antes éramos enemigos suyos. Nos habla de nuestro presente, uno en el que la plenitud de Cristo es la nuestra, libres de la maldad, la desesperanza y la falta de propósito, con Dios; pero también nos habla de un futuro posible sin incertidumbre, sin dolor, sin lágrimas, sin pecado, sin muerte, con Dios.
Efraín Ocampo es consejero bíblico y fundó junto con su esposa Paola Rojo la organización sin fines de lucro Restaura Ministerios para ayudar a toda persona e iglesia a reconciliarse con Dios y con su prójimo. También es autor del éxito de librería “La Iglesia Útil”, entre otros libros.
Encuentra más sobre este tema en su libro de Restauración Personal “40 días en el desierto“. También lee el libro de Restauración de Relaciones “Amar como a mí mismo” y de Restauración de Iglesias “La Iglesia Útil“. El ensayo “Las Iglesias del Covid-19“ habla sobre cómo reaccionaron las iglesias en la pandemia y cuáles son los retos que tienen por delante.